Mejorar los sistemas de alimentación y fomentar el uso sostenible de los recursos son fundamentales para cumplir este derecho.
El derecho a la alimentación es un derecho humano universal que se logra cuando todas las personas tienen acceso y disponibilidad a alimentos adecuados en todo momento, sin discriminación de ningún tipo.
A pesar del progreso en reducir el hambre crónica, la subalimentación todavía afecta a 690 millones de personas en todo el mundo. Garantizar el acceso equitativo a los recursos, el empleo y los ingresos rurales son clave para erradicar el hambre y la inseguridad alimentaria.
En 2020, el Secretario General de las Naciones Unidas lanzó una cumbre mundial para movilizar a la opinión pública, alcanzar compromisos y adoptar medidas en favor de una transformación sostenible de los sistemas alimentarios. El objetivo principal es que dichos sistemas cumplan su cometido de facilitar el acceso a dietas adecuadas para toda la población, contribuyendo a recuperar la salud del planeta y la equidad social, y a garantizar el derecho a una alimentación adecuada para todas las personas.
La producción mundial de alimentos ha seguido el ritmo del crecimiento de la población de forma poco controlada. Ese crecimiento ha sustentado un proceso tecnológico que ha cambiado profundamente la agricultura, la cría de animales, la pesca y la acuicultura, así como los sistemas de procesamiento, transporte, conservación, logística, negocio y gestión de las cadenas de valor. Esto ha llevado a ser más conscientes sobre la finitud y mal manejo de los recursos del planeta, hasta el punto de que en la actualidad la viabilidad de la humanidad está en riesgo.
El sistema alimentario en su conjunto, desde el campo a la mesa, es responsable del 29% de las emisiones de gases de efecto invernadero, además de estar asociado al 80% de la pérdida de biodiversidad y al 80% de la deforestación.
La globalización ha permitido amortiguar los efectos de las malas cosechas en la estabilidad de los suministros y la diversificación de la variedad de alimentos en muchos países. Pero a la vez, ha dificultado la incorporación de los costes sociales y ambientales, con el consiguiente impacto en términos de eficacia, justicia y sostenibilidad.
En 2019, 750 millones de personas experimentaron inseguridad alimentaria severa y cerca de 2.000 millones no tuvieron asegurado un acceso regular a una cantidad suficiente de productos nutritivos e inocuos. Se estima que al menos 3.000 millones de personas no tienen ingresos suficientes para poder llevar una dieta que incluya la diversidad y composición necesaria para una vida saludable. Sumado a ello, la pandemia de covid-19 podría aumentar en 130 millones el número de personas con hambre. Frente a estos datos alarmantes, un tercio de la comida producida sigue perdiéndose o desperdiciándose.
La población adulta con obesidad está creciendo a tasas anuales del 2,6%, tendencia que se produce en todas las partes del mundo y que afecta también a la infancia. En relación a esto, las enfermedades no contagiosas asociadas a la dieta crecen de un modo alarmante: la diabetes tipo 2 pasó en 25 años de afectar del 4% al 6% de la población mundial, y en 2030 podrían hacerlo al 7%.
Por otro lado, las mujeres representan el 43% de la mano de obra de la agricultura, pero solo el 15% de las personas titulares o poseedoras de tierras. Las mujeres y las niñas realizan el 75% del trabajo no remunerado en el ámbito del cuidado, se encargan en el 85% del tiempo de la preparación doméstica de alimentos, y dedican dos veces y medio más tiempo que los hombres al trabajo no remunerado del hogar.
Las dinámicas de las últimas décadas han mantenido, y en algunos casos aumentado, el impacto negativo sobre los derechos humanos. Sin una transformación profunda de los sistemas alimentarios no alcanzaremos los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) ni podremos establecer las bases para asegurar la salud del planeta, y un futuro compartido en paz y con equidad.
Un reto de esta magnitud precisa de una fuerte orientación política enraizada en un contrato social que sea válido para todos.
Se deben redirigir los flujos económicos para que incorporen los costes sociales y ambientales, incorporar los enfoques territoriales para que lo económico, lo ambiental y los modos de vida puedan encontrar soluciones a sus contradicciones sin dejar a nadie atrás, y es necesario redefinir la gobernanza de los sistemas alimentarios y de algunos bienes y aspectos conexos (como la propiedad intelectual, el uso del genoma o el acceso a la información) para equilibrar las asimetrías que introducen los cambios tecnológicos o la concentración económica.
La Cumbre sobre los Sistemas Alimentarios solo será un punto de partida para esa transformación. Su éxito dependerá de que los acuerdos sean firmes y amplios, y de que estén respaldados por un sistema de monitoreo centrado en indicadores comprensibles que apunten a los problemas estructurales. Solo así, las generaciones presentes y futuras podrán disfrutar de su derecho a una dieta adecuada.
Vía El País