Hoy, en el Día Mundial de la Alimentación, parece obvio decir que todas las personas deberíamos tener garantizado el acceso a alimentos suficientes, nutritivos y culturalmente adecuados. Pero lo cierto es que ese derecho, aunque reconocido en tratados internacionales y en la Constitución mexicana, sigue siendo una promesa incumplida.
Las causas son múltiples: desigualdad de ingresos, concentración de mercados, abandono del campo, políticas públicas fragmentadas y una crisis climática agravada por un sistema alimentario insostenible. Gran parte de esta presión la ejerce la ganadería industrial, que consume enormes cantidades de recursos naturales, impulsa la deforestación y genera cerca de un tercio de las emisiones globales.
Paradójicamente, mientras producimos alimentos suficientes para más del doble de la población mundial, millones padecen hambre o malnutrición. Un tercio de la comida del planeta se pierde o desperdicia, y buena parte de lo que cultivamos se destina a alimentar animales de consumo. En medio de esta contradicción, nuestro modelo alimentario enferma a las personas, degrada los ecosistemas y profundiza las desigualdades.
Sin embargo, esta dura realidad también muestra un punto de esperanza: el sistema alimentario es parte del problema, pero también puede ser la solución.
Organismos como la ONU y el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático coinciden en que necesitamos una transición hacia modelos sostenibles. La Comisión EAT-Lancet ha trazado una ruta: duplicar el consumo de alimentos de origen vegetal, reducir el desperdicio y garantizar el acceso universal a alimentos saludables y sostenibles.
En México, la Ley General de Alimentación Adecuada y Sostenible (LEGAAS) representa una oportunidad histórica para transformar ese derecho en realidad. Su éxito dependerá de reglamentarla, asignar presupuesto y asegurar la participación ciudadana.
A la par, la reciente presentación de las Guías Alimentarias Saludables y Sostenibles (GASS) abre una nueva ventana de acción. Estas guías integran la salud humana y la del planeta en un mismo marco. Las estimaciones analizadas por el Instituto Nacional de Salud Pública son alentadoras: seguir las GASS podría reducir en 30% el uso de tierra y en 34% las emisiones de carbono, además de disminuir el costo promedio de la alimentación en 21%.
Si bien aún no han sido publicadas oficialmente y no se conocen todos sus detalles, durante su presentación se subrayó la urgencia de transitar hacia patrones de consumo que prioricen los alimentos de origen vegetal y retomen modelos tradicionales como la dieta de la milpa. En paralelo, se propone reducir la dependencia de productos de origen animal, ultraprocesados y azúcares refinados. Este enfoque, que coloca la sostenibilidad en el centro de las decisiones alimentarias, es sin duda un logro que merece reconocerse.
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El mensaje fue claro: más legumbres, frutas, verduras y cereales integrales; menos alimentos con alta huella ambiental. Adoptarlas de forma masiva no solo mejoraría la nutrición y la salud pública, sino que también contribuiría directamente a cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible relacionados con hambre cero, salud, producción responsable y acción por el clima.
Garantizar el derecho a la alimentación no significa simplemente “dar más comida”; implica repensar qué comemos, cómo lo producimos y con qué consecuencias para el planeta. Desde Alianza Alimentaria y Acción Climática, trabajamos para impulsar esta transición hacia un modelo justo y sostenible, que garantice la salud humana y planetaria.
En este Día Mundial de la Alimentación, la invitación es sencilla pero profunda: no basta con hablar de hambre como cifra o de alimentación como oferta. Es momento de reconocer que comer es un derecho humano, y que solo se hará real si transformamos el sistema que lo sostiene.
Porque lo que ponemos en el plato puede alimentar la desigualdad o construir justicia. Puede deteriorar el planeta o regenerarlo. La elección, literalmente, está en nuestros platos.
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